Santo Domingo
Las palomas picotean los restos de la
felicidad de ayer. Todo el arroz que lanzaron sobre los recién casados brilla
hoy en la plaza mojada por la lluvia. También hay papeles de colores y pétalos
de rosas mustias. Todos los sábados se celebran dos o tres bodas en la iglesia
de Santo Domingo. Desde mi casa se oyen los aplausos, los gritos eufóricos o
esas tunas que a veces están por todas las calles de Vegueta. Hace una semana no
sé ni cuántos tunos pernoctaron en el antiguo internado de San Antonio:
aparecían por todas partes cargando guitarras y panderos, todos vestidos exactamente iguales, como cuando en las
pesadillas se repiten los rostros de otros sueños. En esta misma plaza en la
que se besan los recién casados quemaban a los condenados por la Inquisición
hace unos siglos. Por eso los más viejos la siguen llamando la Plaza de los
Quemados. Recuerdo que en Madrid también me contaron que ese escenario cruento
que congregaba a cientos de ciudadanos estuvo en donde se sitúa el mercado de
la Plaza de la Cebada, justo a la entrada de La Latina.
En Santo Domingo también hay una
placa que homenajea a Antonio Vicente González. La colocaron hace poco tiempo.
Hasta hoy no me había acercado a leerla. Recuerdan que en la casa donde han
escrito su nombre abrió un hospital y un granero durante la epidemia de cólera
morbo que asoló la capital grancanaria en 1851. Ese hombre, según recuerda la
placa, murió contagiado por el cólera en el mismo portal que hoy mojaba
mansamente la lluvia. No había nadie en la plaza a primera hora de la mañana.
Ni siquiera había agua en la fuente con la columna salomónica que está en el
centro de la plaza. Quien escribió prodigiosamente sobre esa epidemia fue
Claudio de La Torre en el Verano de Juan el Chino. Logró hacer algo parecido a
lo que hizo Daniel Defoe con el Diario del año de la peste, aunque cambiando
Londres por Las Palmas de Gran Canaria y volviendo mucho más literaria y
aventurera la trama: a veces nos empeñamos en olvidar lo grandioso solo porque
es cercano y nos parece mentira que al lado de casa puedan haber tantas cosas
que valgan tanto. Solo el día que logremos sacudirnos ese complejo seremos
capaces de salir adelante.
Mi perro olía el rastro de los otros
perros que llegaron antes: igual hasta era capaz de oler la sombra de aquellos
perros que también andarían por esta plaza cuando nos quemábamos los humanos o
cuando caíamos como guiñapos en medio de la calle. Seguimos cayendo; pero ahora
lo hacemos de una forma más aséptica. Las campanas espantaron a las palomas.
Apenas dejaron unos granos de arroz en el pavimento de la plaza. Los papeles de
colores mojados ya no los movía el viento. Abrió la iglesia y llegaron las
primeras señoras vestidas de negro. Supongo que como hace cien o doscientos
años.
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