Volver a Proust
Nos
perdemos, nos enredamos, nos entretenemos y nos confundimos de orilla muchas
veces. Si regresas en busca del tiempo perdido recordarás que no se mojaba la
magdalena en el té sino que se diluía en una cucharilla, y que lo que importa
casi siempre es solo el sabor que deja lo vivido, esa sensación que revivimos
una y otra vez cuando esa vivencia es realmente intensa y ha merecido la pena.
Hay que leer a Marcel Proust para disfrutar de esa bendita menudencia de lo
cotidiano, de lo que nunca parece literario hasta que no se traza y se mira con
ojos nuevos o con ojos que sepan que todo lo vivido es milagroso y necesario si
cuando lo contamos nos alejamos del lenguaje de las actas notariales.
Volvamos
a Combray como si regresáramos a casa. Estoy con Rodrigo Fresán cuando dice que
su patria es solo su biblioteca, esas referencias literarias que a veces han
calado en nuestra alma más que nuestras propias vivencias, y por supuesto mucho
más que los horarios, las horas muertas y casi toda esa morralla que se asoma
últimamente a las pantallas. Lean despacio y con todo el tiempo del mundo, con
el recobrado y, aunque parezca un contrasentido, también con el perdido y con
el que va más allá de los tiempos verbales y de las evidencias.
Cuanto
más minucioso y detallado se ha grabado un recuerdo más intensa es la vuelta al
pasado. Por eso regresamos a unos recuerdos más que a otros, y muchas veces nos
sorprendemos porque esos regresos suelen llevarnos a vivencias que no creímos
que fueran importantes: el color de un atardecer reflejado en los cristales de
nuestra casa, la brisa del mar en una playa en la que estuvimos unos pocos
minutos reconociendo charcos, la voz de alguien que nos llama desde la lejanía
o aquel olor del humo que dejaban las hogueras en las noches de junio.
También
cuando leemos y volvemos a los libros por los que una vez pasamos
experimentamos ese regreso tan parecido a lo vivido, sobre todo cuando esos
libros también han contado minuciosamente hasta el último detalle de lo que
veían sus protagonistas, de lo que pensaban y de lo que soñaban escuchando la
música de un piano, mirando un cuadro en un museo o atisbando toda esa vida que
se va escribiendo a diario por las calles y que se pierde para siempre si
alguien no la guarda en la memoria o la recoge en unas páginas. Todos esos
retazos servirán luego para entender por qué los humanos somos como somos y seguimos
ilusionándonos a pesar de aquellos pesares que cantaba el poeta y que son tan
parecidos a los pesares y a las alegrías de quienes salen en las novelas.
Volver a Proust es como regresar a casa, como sentarte cualquier tarde a
recordar o a inventar la vida que no viviste pero que querrías haber
protagonizado. Al fin y al cabo somos dioses en nuestros recuerdos y en cada
una de nuestras palabras.
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