Brian Masters

 

Hace más de treinta años dejé la carrera de Derecho y me fui a Londres para ser escritor. Solo había escrito un par de carpetas con poemas malos (que entonces, por supuesto, me parecían sublimes) y los inicios de algunos relatos o de lo que uno pensaba que podían llegar a ser novelas. Realmente me quise ir a París, pero al final pudo más el idioma, mi desconocimiento del francés, y las estancias previas en Londres. El idioma no me sirvió de mucho porque estuve limpiando pizzerías, embajadas y apartamentos. También trabajé de freganchín, y ya en Irlanda, un año más tarde, sí pude llegar a camarero de un restaurante. Seguía escribiendo poemas malos y muchas cartas, pero realmente, sin que lo supiera, estaba escribiendo algunas de las páginas más importantes de mi vida.

En el tiempo que estuve en Londres acabé viviendo unos meses en una casona que estaba entre Hammersmith y Knigthsbridge. Tenía muchos amigos que me invitaban a irme de squatters, pero aunque estuve algunas veces con ellos en aquellas casas ocupadas no me atreví a transgredir las normas y preferí pagar mi habitación. Esa casona de la que les hablo era de un escritor muy conocido en el Reino Unido. Brian Masters, que vivía con un galdense que llevaba años en la capital británica (por eso fui a parar a esa casa) alquilaba dos habitaciones en la última planta. En una de esas habitaciones vivía una empleada de banca y en la otra empecé a vivir yo en las navidades de 1989.  En aquellos días, uno de los libros de Brian, Killing for company, estaba en todas las librerías de Londres, y Swinging Sixties, era uno de los textos de referencia de aquel Londres que, en los alrededores de Kings Road, cambió por completo las modas y los estilos musicales de casi todo el planeta. Imaginen a un joven de veinte años viendo trabajar a diario a un escritor ya consagrado. Y hablo de trabajar porque eso fue lo que aprendí de Brian Masters, y lo que él me decía que hacía un escritor: madrugar y escribir durante muchas horas cada día. El poeta soñador descubrió que aquello de la inspiración era un camelo. Pude haberme rendido, pero mucho tiempo después me veo como Brian, escribiendo durante horas y no confiando más que en el trabajo y en el esfuerzo. Nos hemos visto varias veces en estos años. Yo le hablo de sus enseñanzas y él me recuerda que sigue haciendo lo mismo cada día. Solo cambia esa rutina por la lectura o por los viajes. Luego aprendí todo eso de otros muchos escritores, pero hoy quería contar ese azar de los veinte años que me cambió el destino, la suerte que a veces se encuentra cuando uno sale a buscarla a pecho descubierto, sin escuchar a los que entonces me decían que me acabaría muriendo de hambre. No he ganado mucho dinero con la literatura, pero sí me he ganado la dicha de vivir momentos inolvidables con lo que realmente me hace feliz.

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